XXII Domingo tiempo ordinario / A / 2020

Leer la Palabra de Dios

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Lectura Espiritu
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¡Oh, qué bueno y qué jubiloso es habitar en este Corazón! Admíteme en ese santuario donde escuchas mis oraciones: más aún, atrae todo mi ser a tu corazón. Para esto fue abierto tu costado, para que estuviera patente su entrada; para eso fue herido tu Corazón, para que, libres de todas las turbaciones exteriores, podamos habitar en él. Para eso fue herido, para que la herida visible nos mostrara la herida invisible del amor. (San Buenaventura).

Narra santa Ángela de Foligno que en cierta ocasión escuchó de labios de Jesús la siguiente pregunta: mírame, ¿hay algo en mí que no sea amor? Nosotros podríamos referir esas palabras al tema que nos ocupa y decir: Mira eses Corazón. ¿Entras al orar en ese ámbito de Amor?

San Efrén el Sirio compara el Corazón humano con un pequeño jarrón. Si el jarrón está lleno, no podemos añadirle nada; si está vacío, se puede llenar de cualquier cosa. Ahora bien, ¿de qué está lleno el Corazón de Jesús? ¿Cuál es el contenido de la vida afectiva de nuestro Señor?

La Iglesia, en las letanías del Sagrado Corazón, va desgranando algunas expresiones reveladoras del contenido de ese Corazón: fuente de la justicia y del amor – Paciente y de mucha misericordia – Ahí donde se encuentran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia – Lleno de bondad y de amor – Obediente hasta la muerte – Abismo de todas las virtudes. Y bastaría intentar descifrar los signos con que se apareció a la privilegiada vidente, santa Margarita María de Alacoque: las llamas, las espinas, la apertura de la lanza…

Sí, hay muchos elementos, divinos y humanos, en el Sagrado Corazón, pero todos remiten a un punto esencial: la manifestación de la Esencia divina, el Amor. Cada vez que oremos en este ámbito no debemos olvidar la realidad que lo colma. Fijemos en él nuestra atención y escuchemos de nuevo: Mírame, ¿hay algo en mí que no sea amor?

El Amor de Dios en el Corazón de Jesús es el amor que desciende de las alturas de la Divinidad y viene a establecer su morada en nuestra realidad deficiente, mezquina, frágil, traicionera. El amor divino se manifiesta entonces por medio de una facultad humana, de un signo humano, pero sin perder su grandeza y su inmensidad. Resulta entonces que el Amor divino  ̶ quizá a veces entendido como un concepto abstracto ̶ , adquiere en el Corazón humano del Redentor un encanto especial de cercanía, de dulzura. No porque lo sea más en realidad, sino porque el signo se adapta admirablemente a nosotros.

El beato Charles de Foucauld, que tanto sufrió en su vida, asegura que «la religión católica nos ilumina haciendo brillar ante nuestros ojos la más luminosa, la más cálida, la más benefactora de todas las verdades: la verdad del Corazón de Jesús… No estamos olvidados, solos, sobre el camino que sigue Jesús: antes de que fuésemos, un Corazón nos amó con Amor eterno, y todo el curso de nuestra vida ese Corazón nos abraza con el más cálido de los amores. Ese corazón es puro como la luz: todas las bellezas y las perfecciones increadas resplandecen en Él; Dios nos ama, nos amó ayer, nos ama hoy y nos amará mañana. Dios nos ama en cada instante de nuestra vida terrena, y nos amará durante la eternidad si no rechazamos su amor. Esta es la verdad del Corazón de Jesús, revelada para iluminar y abrazar los corazones de los hombres».

Ricardo Sada; Consejos para la oración mental