III DOMINGO de QUARESMA / C / 2022

La Paraula de Déu

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Dejar la família

Hay algo superior a los lazos de sangre

No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada. HE VENIDO A ENFRENTAR AL HOMBRE CONTRA SU PADRE, a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra; y los enemigos de uno son los de su propia casa. Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; quien ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no tome su cruz para seguirme, no es digno de mí. (Mt 10,34-38)

Junto con sus enseñanzas sobre el templo y el culto, así como su interpretación del precepto del sábado, estas sentencias de Jesús sobre la familia fueron sin duda las que más enervaron a los fariseos y, en general, al poder establecido de aquella época. Para sorpresa de todos, Jesús se pone por encima de la unidad familiar. Para él hay algo superior a los lazos de sangre: los del espíritu. Y, lo que es más asombroso: para Jesús, su persona, él mismo, es el criterio definitivo a la hora de crear y de vivir los lazos del espíritu.

Claro que la familia parece lo más difícil de abandonar. Tras lo material, el segundo obstáculo más evidente es el afectivo, y es por donde hay que continuar la tarea del desapego. Cuesta dejar la familia porque es nuestra raíz; sin ella, no tendríamos nuestra herencia biológica ni nuestra herencia formativa y cultural. Por supuesto que la familia no debería ser un impedimento para la vida espiritual. Consagrarse a la familia tendría que ser, ciertamente, una forma de consagrarse a Dios. El hijo, la esposa, el padre, la hermana… son regalos de Dios y, por tanto, subordinados a Él. Si esa familia nos impide ir a Dios, es que a quien nos estamos consagrando es a nosotros mismos.

Este abandono de la propia familia, al que Jesús nos invita sin ambages, va precedido de una advertencia: Jesús no trae paz, sino espada. No es posible obviar la confrontación con los propios familiares. La espiritualidad es la forma de vivir constructivamente los conflictos.

No se trata tan solo de que la vida de Jesús terminase en la cruz, sino que se desarrolló bajo el signo de la cruz: suscitó polémica, enfrentó a a las personas entre si, generó división y ruptura, planteó sufrimientos y contradicción… Sólo ofrece un consuelo, una paradoja pura: si para el mundo pierdes, más ganarás. ¿Estás dispuesto a perder? Este es el precio, según el evangelio, para ganar. Sólo quien pierde comprende a que sabe la victoria. Sólo un crucificado puede ser discípulo del Crucificado.

Tampoco en la práctica contemplativa se encontrará la paz, sino más bien el combate. El camino es escarpado y hasta escabroso. Se trata de un camino lleno de trampas y de senderos falsos, en los que puedes entretenerte durante años, perdiendo la vida, perdiéndote en lo que creías que era la vida. Es un camino lleno de piedras, en el que resulta difícil no tropezar. Hay algunos precipicios por los que puedes caer.

Aun con la aflicción que comporta, el combate espiritual también es hermoso, puesto que en él están ya las huellas del tesoro que buscamos. Las huellas no son el tesoro, sino el anticipo.

No he venido a traer paz, sino espada. Esa espada tan necesaria para el camino, es la del discernimiento: la que separa el trigo de la cizaña, lo bueno de lo malo, lo recto de lo torcido. En la práctica del silencio se necesita una espada bien afilada para cortar las lianas de las distracciones, para alejar las fieras de nuestras sombras o demonios interiores. Esa espada, ese báculo, es la palabra sagrada o jaculatoria. Pronunciar una jaculatoria con fidelidad y devoción ayudará a recorrer el camino y a descubrir que Él es el camino mismo. El camino es Su nombre.

La práctica meditativa nos enfrenta con nuestros padres interiores (nuestro pasado), con nuestros hijos interiores (nuestro futuro) y con nuestros cónyuges interiores (nuestro presente). Empezamos a meditar con todo lo que somos, no puede ni debe ser de otra manera. Pero únicamente perseveramos si todo eso (nuestra familia) lo vamos dejando atrás.

Pablo d’Ors, Biografía de la luz