Domingo X tiempo ordinario / B / 2018

 

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Lectura espiritual

Rom 8,14-39

Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.  Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: Padre. El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él.

Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto.  Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.  Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve?

En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia.  Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero es Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables.  Y el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina.

Sabemos, además, que Dios dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él llamó según su designio. En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos;  y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó.

¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores?  ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica.  ¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?  ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?

Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero.  Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó.  Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales,  ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.